Opinión: Ser judía en Palestina

Beth Miller

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Se lo dije primero a Safa e Imad. Buenos amigos, vivían cerca en el Campo de Refugiados Aisa y me invitaban a almorzar todos los viernes. Sabía que eran musulmanes religiosos. Imad me había dicho que los soldados israelíes mataron a su hermano durante la segunda intifada. Pero el tópico de religión y política estaba sobre la mesa, y me pareció oportuno decírselo.

Tenía miedo. Sabía que estaba hablando con amigos, pero tenía la imagen de pesadilla de que arrojarían al aire el plato de arroz con pollo, arrancarían el vaso de té azucarado de mi mano y lo estrellarían contra la pared, gritando: “¡Fuuuuuera!”

Respiré profundamente. “En realidad soy judía. Siempre pensé…” ¿Quién puede recordar lo que dije después? Terminé mi frase. Safa tomó mi vaso y volvió a llenarlo. Imad dijo que quería decirme tres cosas. Primero, hay muchas similitudes entre judíos y musulmanes. Segundo, que comprende la diferencia entre una persona judía y el ejército israelí. Tercero, que era una vergüenza que todavía no hubiera ido a ver más sitios sagrados judíos en Jerusalén.

Es formidable ser judía en Palestina.

En el puesto militar de control entre Belén y Ramala detuvieron mi taxi colectivo. El soldado jaló bruscamente la puerta y miró al interior. Había un anciano en el asiento delantero, tres viejos en la fila del medio y en el asiento trasero estábamos un empresario, un adolescente y yo. El soldado pidió la identificación al adolescente y le indicó que descendiera del coche. Lo colocaron en un banco entre otro soldado y un perro del ejército. El soldado dijo al conductor que siguiera adelante. Mientras nos íbamos, dejando atrás al muchacho, vi a un tercer soldado, demasiado flaco para su uniforme, que caminaba hacia el puesto de control sujetando dos trozos de matza. Los dejó caer, y cuando se agachó para recogerlos se le cayó su M16, golpeándolo en la cara.

Es extraño ser judía en Palestina.

Estuve en un complejo militar del ejército de Israel. Estuve allí porque fui a una manifestación. En Cisjordania, las manifestaciones son ilegales. Los muchachos que estaban cerca fueron detenidos por lanzar piedras. Esposas de plástico maniataban sus manos. Cuando cortaron las del muchacho de mi izquierda hicieron falta dos soldados para introducir el cuchillo entre la cuerda de plástico y su piel. Cuando por fin la rompieron, sus muñecas estaban magulladas y sangrando. Comencé a hablar en árabe con la mujer que estaba a mi derecha, hasta que un soldado gritó “¡Sheke t!” Abrí la boca y volví a cerrarla, justo antes de terminar su frase como yo la había aprendido en la escuela hebrea: con una canción “ b’vakasha — ¡hey!” y luego una fuerte palmada.

Es frustrante ser judía en Palestina.

Mostramos nuestros pasaportes a los dos jóvenes soldados. ¿De qué parte de EE.UU. provenía? ¿Chicago? ¡Go Bulls! Nos devolvieron los pasaportes. Mis amigos y yo caminamos hacia H2,  la sección de Hebrón con la mayor concentración de colonos.

Primera impresión: Lejano Oeste. A la hora señalada. Imaginé a un cuervo graznando, un buitre sobrevolando; pelotas de matojos rodando por Shuhada Street, chocando contra la barrera de hormigón que bloquea la pequeña parte del camino por el que permiten que transiten los palestinos. Busqué mi cinturón, medio esperando encontrar un revólver de seis tiros. Nada. Pero el joven colono que corría con un cochecito de niño y portaba un yarmulke arcoíris llevaba un M16 colgado al hombro.

Volví a mirar a los soldados. Uno estaba apoyado en un muro, absorbiendo el sol. El otro iba hacia el joven palestino.

Más lejos en la calle, otros dos soldados nos miraron mientras caminábamos. Uno de ellos nos silbó. Seguimos caminando. Otros soldados estaban en la esquina siguiente, de pie, alertas, con las manos en sus armas. Miré hacia arriba y vi más soldados en los tejados mirando hacia abajo. Uno saludó. En Hebrón hay unos 4.000 soldados del ejército para proteger a 500 colonos israelíes.

La calle estaba bordeada de tiendas. Todas las fachadas de las tiendas estaban soldadas. Muchas pintadas con espray con una Estrella de David, una menorah o la bandera israelí. Mi amiga señaló que eran tiendas palestinas que habían sido clausuradas por los colonos o los soldados.

Pensé en el palestino que acababa de encontrar, quien me contó que su hijo fue cegado por un colono que le lanzó ácido a la cara cuando iba al colegio. Y nos dijo que frecuentemente tuvo que cerrar su negocio cuando los colonos judíos lanzaban botellas llenas de orina desde arriba hacia el mercado palestino.

Estrellas de David. Por doquier. En las tiendas, en las puertas, en los muros, en ventanas, en banderas, en camisas.

Pasamos un letrero que explicaba –en hebreo e inglés– que estábamos en un área de Hebrón “liberada” de árabes.

Es un sentimiento horrible ser judía en Palestina.

Beth Miller egresó en 2010 de Macalester College y ha estado trabajando con una organización de derechos humanos en Cisjordania durante el último año y medio. Será candidata a una maestría en derechos humanos en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos en este otoño.

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